Rosa de Luxemburgo - Cartas de amor
Paris, 5 de abril de 1894
Aquí estoy, en casa, sentada a mi mesa y obligándome a trabajar en la proclama. ¡Querido mío! ¡No tengo ganas! La cabeza me duele y me pesa, ese ruido, ese rodar horrible en la calle, esta pieza abominable… ¡Quiero estar contigo, no puedo más! Piensa, todavía dos semanas por lo menos, porque este domingo no puedo preparar la conferencia a causa de la proclama; debo entonces esperar hasta el domingo siguiente. Luego, la conferencia rusa y, más tarde, la visita a lo de Lavrov.
Querido, ¿cuándo terminará esto? Empiezo a perder la paciencia, no se trata del trabajo, sino únicamente de ti. ¿Por qué no has venido aquí, a reunirte conmigo? Si te tuviera conmigo, ningún trabajo me daría miedo. Hoy, en lo de Adolfo, en medio de la conversación y de los preparativos de la proclama, de golpe sentí en mi alma tal fatiga y tal nostalgia de ti que casi grité en voz alta. Tengo miedo de que el antiguo demonio (el de Ginebra y Berna) salte de pronto en mi corazón y me conduzca a la estación del Este.
Para consolarme, imagino el momento en que la locomotora silbará, en que diré adiós a Jadzia y a Adolfo, en que, al fin, el tren se mueva, el momento en que iré a reunirme contigo. ¡Ah, Dios mío, me parece que toda la cadena de los Alpes se extiende entre ese instante y yo!
¡Querido! ¡Cuando esté cerca de Zurich, cuando tú me esperes, cuando descienda, por fin, del vagón y corra hacia la salida, estarás en la puerta, en medio del bullicio, y no tendrás el derecho de acudir hacia mí, pero yo volaré hasta ti!
Pero no nos besaremos tan pronto, ni nada, porque eso lo estropearía todo, no expresaría nada, pero nada. Solamente nos apuraremos a volver a casa, y nos miraremos, y nos sonreiremos. En casa nos sentaremos en el sofá, y nos apretaremos el uno contra el otro, y me fundiré en lágrimas como en este momento.
¡Querido! ¡Ya tengo bastante; quiero que esto termine lo antes posible! ¡Mi amor, no puedo más! Por desgracia, temiendo una pesquisa, he destruido tus cartas y ya no tengo nada con que consolarme.
¡Si supieras cómo escribes en polaco! ¡Espera que tu mujer te gruña, ya verás! Seguramente estarás enojado, en toda tu carta no hay una sola palabra sobre “los asuntos”.
Para consolarte, agregaré algunas palabras sobre “los asuntos”. Tu proclama me gusta mucho, con excepción de algunas pequeñas expresiones. Si ese delator verdaderamente está en Zurich, intenta verlo; extirparle ese maldito número de La causa obrera es muy fácil.
¿Es que Wladyslaw Henrich no avisará telegráficamente los resultados?
Viernes. Recibí dinero, los libros y las cartas. Trabajo en la proclama. Vela por ti y escribe.
Envíame las tarifas del Ateneum (mensuario de literatura de Varsovia) y los recortes que tenía Janek Bielecki.
R.
Suiza, 16 de julio de 1897
No puedo trabajar. Mi pensamiento se vuelve hacia ti constantemente. Es necesario que te escriba unas líneas. Querido mío, mi amado, en este momento no estás aquí, cerca de mí, pero toda mi alma está llena de ti, te abraza. Te parecerá extraño seguramente, hasta ridículo quizás, que te escriba esta carta cuando vivimos a diez pasos el uno del otro, cuando nos vemos tres veces por día, por otra parte –dado que solamente soy tu mujer–, ¿qué es este romanticismo de escribir cartas nocturnas al marido? Mi amor, el mundo entero puede reír, pero tú no, tú naturalmente debes leer esta carta con gravedad, y con el corazón, con emoción, con esa misma emoción con la que leías mis cartas hace mucho –en Ginebra–, cuando todavía no era tu mujer. Porque la escribo con la misma emoción de entonces: como entonces, toda mi alma se arroja hacia ti, y mis ojos se llenan de lágrimas (probablemente te vas a reír de estas palabras: “¡porque ahora lloro por cualquier cosa!).”
Mi amado, ¿sabés por qué te escribo en lugar de decirte todo esto de viva voz? Porque no sé, no puedo hablarte tan libremente de estas cosas. En estos momentos estoy tan sensible y desconfiada como una liebre. Basta un gesto de tu parte o una palabra indiferente para que mi corazón se oprima, para que mis labios se cierren. No puedo hablarte francamente si no me siento rodeada de una atmósfera cálida y confiada, pero ¡esto es tan raro ahora entre nosotros! Así, hoy me sentí invadida por extraños sentimientos que habían suscitado en mí esos pocos días de sociedad y de reflexión; tenía tantos pensamientos para expresarte, pero estabas distraído, alegre, y encontrabas que lo “físico” te resulta inútil, es decir, todo lo que me preocupaba justamente en aquel momento. Eso me hizo tanto mal. Y creíste que yo estaba simplemente descontenta por tu rápida partida.
No me habría decidido –quizás– a escribirte esta carta ahora, si no me hubiera sentido animada por ese poco de sentimiento que me demostraste al dejarme; entonces sobre mí sentí el soplo del pasado, de ese pasado con cuyo recuerdo sofoco mis lágrimas sobre la almohada, cada noche, antes de dormirme. Mi querido, mi amado, estoy segura de que lees con mirada impaciente: “¿Qué es lo que quiere, al fin de cuentas?”. ¿Es que acaso yo sé lo que quiero? Quiero amarte, quiero que reine entre nosotros esa atmósfera dulce, confiada, ideal, como era entonces. Tú, mi querido me comprendes a menudo de una manera simplista. Siempre crees que gruño porque te vas o algo parecido. Y no puedes concebir que lo que me daña profundamente es que nuestra relación es para ti algo estrictamente exterior. Oh, no digas, mi querido, que no comprendo, que no es exterior de la manera en que yo lo entiendo. Sé, comprendo lo que eso quiere decir, comprendo porque siento. Cuando, hace mucho, tú me lo decías, era un sonido hueco, para mí; ahora, una dura realidad. ¡Oh, siento perfectamente esa exterioridad: la siento cuando te veo, sombrío y taciturno, guardar para ti tus preocupaciones o tu pena, dándome a entender con la mirada: no es asunto tuyo, ocúpate de tus cosas; la siento cuando veo cómo, después de una pelea importante entre nosotros, rumias esas expresiones, examinas nuestras relaciones, arribas a conclusiones, tomas decisiones, te comportas conmigo de tal o cual manera, y yo me quedo afuera de todo eso y no puedo sino tentar en mi cerebro el qué y el cómo de tus pensamientos; la siento después de cada una de nuestras uniones, cuando me apartas y, encerrado en ti, te pones a trabajar; la siento, en fin, cuando mi pensamiento abarca mi vida entera, todo mi porvenir, que se presenta ante mi como un maniquí accionado por un mecanismo exterior. Mi querido, mi amado, no me quejo, no quiero nada, quiero solamente que comprendas, que no tomes mis llantos por escenas de comadre, ¿Acaso sé, por otra parte? Seguramente soy muy culpable, quizá la más culpable, si las relaciones entre nosotros no son calurosas y armoniosas. Pero qué puedo hacer, no sé, como, nunca logro culminar una situación, soy incapaz de sacar conclusiones, soy incapaz de atenerme contigo a una decisión determinada; a cada instante me comporto como me lo dictan mis impulsos; cuando en mi alma se acumulan mucho amor y sentimientos, me lanzo a tu cuello; cuando me hieres con tu frialdad, mi alma se desgarra y te odio; sería capaz de matarte. ¡Mi amor, sin embargo eres capaz de comprender y de analizar, siempre lo hiciste para ti y para mi en nuestras relaciones! ¿Por qué no lo quieres hacer ahora conmigo? ¿Por qué me dejas sola? ¡Ah, como te lo imploro”; pero tú, ¿ no es cierto?, cada día que pasa me parece que ya no amas tanto, verdaderamente, si, verdaderamente, siento esto muy a menudo.
Ahora ves en mí todo lo que es malo y feo. Sientes tan poco la necesidad de pasar tu tiempo conmigo. ¿Acaso sé, por otra parte, lo que me sugiere este pensamiento? Todo lo que sé, es que cuando reflexiono, cuando recorro toda la situación algo me dice, entonces, que serías ahora mucho más feliz sin esto, que habrías preferido huir a cualquier parte y desprenderte de toda esta historia. Oh, mi querido, comprendo eso muy bien, veo qué poca luz hay para ti en esta relación, cómo rispo tus nervios con estas escenas, con estas lágrimas, con estas naderías, también con esta falta de fe en tu amor. Lo sé, mi amor, y cuando lo pienso, quisiera de tal modo estar en otra parte, irme al diablo, o más, no existir del todo, tanto me duele cuando pienso que hice irrupción en tu vida, sobria, orgullosa, solitaria, con mis historias de comadre, con mis altibajos de humor, con mi torpeza y ¿por qué, para qué? Buen Dios, para qué hablar de ello; no vale la pena. Mi querido, ¿me preguntarás una vez más qué es lo que quiero? Nada, nada, mi querido, solamente quiero que sepas que no soy ni tan ciega ni tan insensible cuando te canso con mi persona, quiero que sepas que lloro a menudo y amargamente a causa de eso, y una vez más no sé, verdaderamente no sé qué hacer. A veces pienso que lo mejor sería que nos veamos lo menos posible, a veces me transporta un impulso y quiero olvidar todo, arrojarme en tus brazos y llorar, luego me vienen al espíritu pensamientos malditos y me susurran: “déjalo tranquilo, soporta todo eso por delicadeza”; y dos o tres naderías vienen a confirmar esos pensamientos, el odio me sube y quiero hacerte mal, herirte, mostrarte que no tengo necesidad de tu amor, que podría pasarme sin ti y de nuevo me atormento y me torturo y así todo recomienza otra vez.
“¡Cuántos dramas!”, ¿no es verdad? “Triste. Siempre la misma cosa”. Y yo tengo el sentimiento de no haberte dicho ni la décima parte y de no haberte dicho para nada lo que te quería decir.
“La lengua miente a la voz, y la voz a los pensamientos; El pensamiento surge vivo del alma, antes de quebrarse en las palabras”. (Versos de “Los abuelos”, del poeta polaco Adam Mickiewicz).
Hasta pronto, pues. Ya casi me arrepiento de haberte escrito. ¿No estarás enojado? ¿Quizás te rías? ¡Oh, no, no, no te rías!
“Pero tú, ¡oh, mi amada!, tú por lo menos, saluda al fantasma como antaño!” (Mickiewicz)
Berlín, 6 de mayo de 1899
¡Querido mío, mi amado! Te beso mil veces por tu carta, tan dulce, y por tu regalo que aún no he recibido. Qué pasa este año, es como si el cuerno de la abundancia se derramara sobre mí. ¡Imagínate que recibí de Schonlank los 14 tomos de Goethe en una encuadernación de lujo! ¡Con los tuyos, ya es agregar un nuevo estante a los dos que tengo! ¡Que feliz que estoy por su elección! Rodbertus es mi economista preferido y puedo leerlo cien veces seguidas para mi simple regocijo intelectual. En cuanto al diccionario de bolsillo, ¡ese regalo sobrepasa mis deseos más audaces! Me siento como si hubiera recibido no un libro sino una propiedad, una vez que todo esté reunido, tendremos una biblioteca linda y deberemos (cuando nos instalemos al fin humanamente los dos juntos), comprar una biblioteca con puertas de vidrio para guardar todos esos libros.
Querido mío, mi adorado, cómo me ha regocijado tu carta: la leí seis veces desde el comienzo hasta el fin. Entonces, ¡en verdad estás contento de mí! ¡Me escribes que quizá sólo en mi fuero interno sé que existe en algún sitio un hombre al que llamo querido mío y que me pertenece! ¿Acaso no sientes que todo lo que hago, lo hago siempre pensando únicamente en ti? Cuando escribo un artículo, mi primer pensamiento es que te va a alegrar, y cuando vivo jornadas en que dudo de mis propias fuerzas y no puedo trabajar, una sola idea me inquieta: qué efecto te producirá, si te voy a causar una decepción, si quedaré mal contigo. Cuando tengo pruebas de algún éxito, por ejemplo la carta de Kart Kautsky, entonces las considero simplemente como mi tributo moral hacia ti. Te doy mi palabra, por la salud de mi madre, que la carta de Kart Kaustsky personalmente me resulta indiferente: si me puse tan contenta fue sólo porque, después de haberla abierto, la leí con tus ojos y adiviné la alegría que te iba a causar. Espero impaciente tu respuesta sobre este tema. (Seguramente llegará mañana con los libros; la fiesta será doble). Una sola cosa falta para mi calma íntima: el arreglo exterior de tu vida y de nuestra relación. ¡Tú siente que pronto mi situación (moral) será tal que podremos vivir juntos abiertamente como marido y mujer! Tú mismo lo comprendes. Estoy feliz de que el asunto de tu ciudadanía por fin se encamine a término y que avances enérgicamente hacia el doctorado. Siento a través de tus últimas cartas que estás en muy buen estado de ánimo para trabajar; por otra parte, tus cartas durante la campaña con Schippel, cada día –literalmente– me han estimulado a pensar, y en la última había un pasaje entero que es la perla más hermosa de mis artículos (aquel sobre los efectos derivados de la superproducción para los obreros, que literalmente he deducido de tu carta).
¡Acaso crees que no veo y aprecio que, a la “señal de combate”, acudes inmediatamente en mi ayuda y me empujas al trabajo, olvidando todas tus griterías y todos mis “desfallecimientos”! No puedes saber con qué alegría y con qué impaciencia espero tus cartas: sé que en ellas encontraré mi fuerza y mi alegría, un sostén y un consuelo.
Lo que más gusto me dio, es el pasaje donde escribes que todavía somos jóvenes, que sabremos arreglar nuestra vida personal. ¡Ah, mi amor dorado, cómo deseo que mantengas esta promesa!... Un alojamiento pequeño para nosotros, nuestros muebles, nuestra biblioteca; un trabajo calmo y regular, paseos los dos juntos, de tanto en tanto la ópera, un pequeño círculo de amigos que a vece se invita a cenar, cada verano un mes en el campo sin trabajar en nada… (Y también ¿quizá un pequeño, un bebito pequeño? ¿Es que nunca podremos? ¿Nunca? Querido, ¿sabes lo que me sucedió cuando paseaba por el Tiergarten? ¡Sin ninguna exageración! Un chiquillo de 3 ó 4 años, con un trajecito adorable, y muy rubio, se detuvo frente a mí y comenzó a mirarme. De pronto sentí unas ganas locas de secuestrar al niñito, de huir rápido hasta casa y de guardarlo ahí. ¡Ah, querido, ¿es que nunca tendré un bebé?
Nunca nos pelearemos en casa, ¿no es cierto? Es necesario que la calma y la paz reinen entre nosotros, como entre los demás. Sabes lo que me atormenta; me siento vieja y ya soy fea; la mujer que llevarás del brazo cuando vayas a pasearte por el Tiergarten, no será linda. Nos mantendremos a distancia de los alemanes. A pesar de las invitaciones de Karl Kautsky para la reintegración, eso es lo que me hago, para que sean ellos los que insistan y para que sientan que no me ocupo de ellos absolutamente.
¡Querido, si 1°) terminas con el asunto de la ciudadanía 2°) terminas el doctorado, 3°) te instalas conmigo abiertamente en un departamento nuestro donde trabajemos juntos, entonces todo irá entre nosotros idealmente! Ninguna pareja en el mundo tiene, como nosotros, tantas condiciones para ser feliz. Y si en ello ponemos nada más que un poco de buena voluntad, seremos, debemos ser felices. ¿No hemos sido tantas veces felices, desde que vivimos juntos un poco más de tiempo y trabajamos más por eso? ¿Recuerdas a Weggis? ¿Melide? ¿Bougy? ¿Bionay? ¿Recuerdas cómo el mundo entero nos es indiferente desde que nos entendemos entre nosotros? Por el contrario, temo la menor irrupción de algún extraño. ¿Recuerdas a Weggis la última vez, cuando yo escribía paso a paso (¡siempre pienso con orgullo en ella, qué órbita maestra!)? Estaba enferma, escribía en la cama y me enervaba, y tú eras tan dulce, tan bueno, tan tierno, me calmabas diciéndome con una voz que aún escucho: “vamos, tranquilízate, todo irá bien”. Nunca lo olvidaré. ¿O te acuerdas, en Mélida, después del almuerzo? Te sentabas en el balcón, después del café, ese café tan espeso, como un chico, sudando bajo ese horrible sol, y yo bajaba al jardín con mi cuaderno de Ciencia administrativa. ¿O te acuerdas del domingo cuando vinieron músicos al jardín, que no nos podíamos quedar y nos fuimos a pie hasta Maroggia, y cuando volvíamos, la luna salía sobre el San Salvatore? Nos preguntábamos justamente si yo debía partir para Alemania; nos quedamos en la ruta, abrazados en la oscuridad y mirábamos el cuarto creciente por sobre la montaña. Todavía siento el sabor de esa noche. ¿O te acuerdas cuando volvías por la noche, a las 8,20, de Lugano con las provisiones? Yo bajaba con la lámpara y juntos abríamos los paquetes, luego ponía sobre la mesa las naranjas, los quesos, el salame, la tarteleta envuelta en papel; ah, ves, nunca comimos una comida más suntuosa que entonces, sobre esa mesita, en la pieza vacía, frente al balcón abierto, mientras que el olor del jardín subía hasta nosotros; como un artista freías en la sartén, mientras que a lo lejos en la oscuridad, se oía el ruido del tren de Milán cruzando el puente…
¡Ah, querido mío, querido mío! ven rápido, nos esconderemos del mundo entero en dos piecesitas, trabajaremos solos, nosotros mismos nos cocinaremos y estaremos tan bien, tan bien…!
Mi amor querido, te rodeo con mis brazos y te beso mil veces; quisiera, como a menudo tengo ganas, que me lleves en tus brazos. Pero siempre me contestas que soy muy pesada.
Hoy no quiero escribir nada sobre los asuntos. Mañana, después de mi visita a los Kautsky, iré sin artículo, porque espero tu carta.
Te abrazo y te beso y quiero absolutamente que me tomes en tus brazos.
Tu Rosa
Berlín, 30 de abril de 1900
Querido:En Zurich ya estábamos desde hacía años, espiritualmente alejados el uno del otro. Los dos últimos años de mi estada en Zurich quedaron grabados en mi memoria porque me sentía terriblemente sola. Has olvidado que últimamente me repetiste cien veces que yo no te comprendo y que te sientes absolutamente solo. Cuando me di cuenta de eso, comencé a creer que no existo para ti. Por supuesto, en 1893 reaccioné de otra manera. Pero después cambié. Era entonces una niña, hoy soy una persona adulta y madura, que sabe dominarse y está preparada, aun apretando los dientes de dolor, para no mostrar nada hacia fuera… Me preguntas si en lo sucesivo quiero vivir una vida espiritual en común. Mi respuesta es clara. Pero no olvides que la realización depende de ti.
R.
Berlín, 30 de abril de 1905
Querido:He llorado hasta mortificarme los ojos y me acosté con ganas de no despertarme más. No respondí durante semanas a las cartas de papá y mamá a causa de mis preocupaciones “mundiales”. Te he odiado porque tú me encadenaste a esta actividad maldita. Ayer estaba dispuesta a largar de un golpe esta maldita política, o más bien su parodia sangrienta, y a “silbar” sobre el mundo entero.
R.
El 25 de octubre de 1917 comenzó la Revolución Rusa. Basándose en las teorías de Karl Marx, Vladimir Lenin encabezó en esta fecha la primera revolución comunista del siglo XX, instauró la dictadura del proletariado, adoptó como régimen político la República Federal Socialista y Soviética Rusa y expropió a los terratenientes de sus tierras y las repartió entre los campesinos. Las empresas pasaron a ser propiedad del estado, bajo el control de los mismos trabajadores. La Revolución de Octubre -el acontecimiento político, económico y social más importante del siglo XX- tuvo lugar el 7 de noviembre de 1917 de nuestro calendario. Sucede que al momento de la revuelta, Rusia aún se regía por el calendario juliano, mientras que la mayoría de los países occidentales, inclusive la Argentina, se regían por el calendario gregoriano. Para recordar este episodio, quisimos compartir algunas cartas escritas por Rosa de Luxemburgo, una teórica marxista nacida en Polonia, donde expresa sus pasiones, miedos, sufrimientos y dudas sobre el amor, sus ideas y sus compromisos políticos.
Fuente: Diario La Opinión Cultural – Domingo 30 de enero de 1972 – págs. 6 y 7.
Pocas mujeres escribieron cartas de amor tan apasionadas y de tanta calidad literaria como Rosa Luxemburgo. Se podrían citar las de la monja portuguesa María Aljofarado. Pero lo singular es que tanta ternura, tanta pasión, provienen de una de las agitadoras más lúcidas, de una de las personalidades más fuertes del movimiento proletariado del siglo XX. En su correspondencia con León Jogiches, su enamorado desde 1893 hasta 1906, aparecen esos dos aspectos de su carácter.
Nacida el 5 de marzo de 1870, días antes que Lenin, en Zamocs, un pueblito polaco anexado a Rusia, Rosa Luxemburgo conoció a Jogiches en 1890 durante una breve estada en Zurich. El joven agitador revolucionario, nacido en Vilno, en el seno de una familia judía muy próspera, desde joven se comprometió en la acción, estableciendo contacto con los terroristas rusos. Fue arrestado dos veces – en 1888 y en 1889 – y para no hacer el servicio militar en un batallón disciplinario del Turkestán, se fuga al extranjero y gana Suiza donde conoce a Rosa. La relación amorosa entre ambos recién comienza en 1891, pero no viven juntos y esconden su situación aun ante los amigos más íntimos. La influencia ideológica de Jogiches se advierte en este epistolario publicado hace 3 años en Polonia – país donde se considera a Rosa Luxemburgo como una de las fundadoras de su movimiento obrero – y cuya versión francesa acaba de aparecer en París, editado por Denoel Gonthier. Poco a poco, el carácter fuerte de ambos, las divergencias sobre cuestiones teóricas y fácticas, van destruyendo los sentimientos hasta llegar a la ruptura.
El movimiento clandestino en el que están comprometidos los dos enamorados los mantiene constantemente lejos el uno del otro. Rosa debe viajar de Zurich a Berlín, de Berlín a París o Varsovia. En fugaces movimientos, León puede convivir con su amada: ambos estudian, escriben: en 1897 Rosa recibirá su doctorado de Ciencias Políticas con notas excelentes. Poco tiempo después, lo hará León. De tanto en tanto, en las cartas estalla un grito de amor, la necesidad de estar juntos en cualquier lugar.
En 1931, en una ya famosa carta a la redacción de la revista La revolución proletaria, José Stalin se pronunciaba contra el patrimonio teórico de Rosa Luxemburgo: durante 20 años, este úkase impidió la publicación de sus escritos, de sus libros y de su correspondencia. Era la segunda sentencia de muerte:
La primera fue ejecutada por los junkers que lincharon a la revolucionaria junto con su amigo y compañero de causa, Kart Liebnecht, el 15 de enero de 1919. Sin embargo, Lenin –que en la vida había polemizado con Rosa Luxemburgo– tiempo después, resumió brevemente las cuestiones que ambos debatieron, enumerando aquellas que le parecían erróneas. “Ocurre –decía Lenin– que las águilas pueden volar más bajo que las gallinas, pero jamás las gallinas podrán elevare tan alto como las águilas. Rosa Luxemburgo se equivocó en la cuestión de la independencia polaca; se equivocó en 1903 en su apreciación sobre el mencheviquismo; se equivocó en su teoría de la acumulación del capital; se equivocó cuando, junto con Plejánov, Vandevelde, Kaustky, etc., defendió en julio de 1914 la unificación de bolcheviques mencheviques; se equivocó en sus escritos de prisión de 1918 (por otra parte, ella misma, a su salida, a fines de 1918 y a comienzos de 1919, corrigió gran parte de sus errores). Pero, a pesar de sus errores, era y sigue siendo un águila”.