Capítulo IV
Ariel
José Enrique Rodó
Así como el primer impulso de la profanación será dirigirse a lo más sagrado del santuario, la regresión vulgarizadora contra la que os prevengo comenzará por sacrificar lo más delicado del espíritu. De todos los elementos superiores de la existencia racional, es el sentimiento de lo bello, la visión clara de la hermosura de las cosas, el que más fácilmente marchita la aridez de la vida limitada a la invariable descripción del círculo vulgar, convirtiéndole en el atributo de una minoría que lo custodia, dentro de cada sociedad humana, como el depósito de un precioso abandono. La emoción de belleza es al sentimiento de las idealidades como el esmalte del anillo. El efecto del contacto brutal por ella empieza fatalmente, y es sobre ella como obra de modo más seguro. Una absoluta indiferencia llega a ser, así, el carácter normal, con relación a lo que debiera ser universal amor de las almas. No es más intensa la estupefacción del hombre salvaje en presencia de los instrumentos y las formas materiales de la civilización, que la que experimenta un número relativamente grande de hombres cultos frente a los actos en que se revele el propósito y el hábito de conceder una seria realidad a la relación hermosa de la vida.
El argumento del apóstol traidor ante el vaso de nardo derramado inútilmente sobre la cabeza del Maestro, es, todavía, una de las fórmulas del sentido común. La superfluidad del arte no vale para la masa anónima los trescientos denarios. Si acaso la respeta, es como a un culto esotérico. Y sin embargo, entre todos los elementos de educación humana que pueden contribuir a formar un amplio y noble concepto de la vida, ninguno justificaría más que el arte un interés universal, porque ninguno encierra, —según la tesis desenvuelta en elocuentes páginas de Schiller,— la virtualidad de una cultura más extensa y completa, en el sentido de prestarse a un acordado estímulo de todas las facultades del alma.
Aunque el amor y la admiración de la belleza no respondiesen a una noble espontaneidad del ser racional y no tuvieran, con ello, suficiente valor para ser cultivados por sí mismos, sería un motivo superior de moralidad el que autorizaría a proponer la cultura de los sentimientos estéticos como un alto interés de todos. Si a nadie es dado renunciar a la educación del sentimiento moral, este deber trae implícito el de disponer el alma para clara visión de la belleza. Considerad al educado sentido de lo bello el colaborador más eficaz en la formación de un delicado instinto de justicia. La dignificación, el ennoblecimiento interior, no tendrán nunca artífice más adecuado. Nunca la criatura humana se adherirá de más segura manera al cumplimiento del deber que cuando, además de sentirle como una imposición, le sienta estéticamente como una armonía. Nunca ella será más plenamente buena que cuando sepa, en las formas con que se manifieste activamente su virtud, respetar en los demás el sentimiento de lo hermoso.
Cierto es que la santidad del bien purifica y ensalza todas las groseras apariencias. Puede él indudablemente realizar su obra sin darle el prestigio exterior de la hermosura. Puede el amor caritativo llegar a la sublimidad con medios toscos, desapacibles y vulgares. Pero no es sólo más hermosa, sino mayor, la caridad que anhela transmitirse en las formas de lo delicado y lo selecto; porque ella añade a sus dones un beneficio más, una dulce e inefable caricia que no se sustituye con nada y que realza el bien que se concede, como un toque de luz.
Dar a sentir lo hermoso es obra de misericordia. Aquellos que exigirían que el bien y la verdad se manifestasen invariablemente en formas adustas y severas me han parecido siempre amigos traidores del bien y la verdad. La virtud es también un género de arte, un arte divino; ella sonríe maternalmente a las Gracias. La enseñanza que se proponga fijar en los espíritus la idea del deber, como la de la más seria realidad, debe tender a hacerla concebir al mismo tiempo como la más alta poesía. Guyau, que es rey en las comparaciones hermosas, se vale de una insustituible para expresar este doble objeto de la cultura moral. Recuerda el pensador los esculpidos respaldos del coro de una gótica iglesia, en los que la madera labrada bajo la inspiración de la fe representa, en una faz, escenas de una vida de santo, en la otra faz, ornamentales círculos de flores. Por tal manera, a cada gesto del santo, significativo de su piedad o su martirio; a cada rasgo de su fisonomía o su actitud, corresponde, del opuesto lado, una corola o un pétalo. Para acompañar la representación simbólica del bien, brotan, ya un lirio, ya una rosa. Piensa Guyau que no de otro modo debe estar esculpida nuestra alma; y él mismo, el dulce maestro, ¿no es, por la evangélica hermosura de su genio de apóstol, un ejemplo de esa viva armonía?
Yo creo indudable que el que ha aprendido a distinguir de lo delicado lo vulgar, lo feo de lo hermoso, lleva hecha media jornada para distinguir lo malo de lo bueno. No es, por cierto, el buen gusto, como querría cierto liviano dilettantismo moral, el único criterio para apreciar la legitimidad de las acciones humanas; pero menos debe considerársele, con el criterio de un estrecho ascetismo, una tentación del error y una sirte engañosa. No le señalaremos nosotros como la senda misma del bien; sí como un camino paralelo y cercano que mantiene muy aproximados a ella el paso y la mirada del viajero. A medida que la humanidad avance, se concebirá más claramente la ley moral como una estética de la conducta. Se huirá del mal y del error como de una disonancia; se buscará lo bueno como el placer de una armonía. Cuando la severidad estoica de Kant inspira, simbolizando el espíritu de ética, las austeras palabras: «Dormía, y soñé que la vida era belleza; desperté y advertí que ella es deber», desconoce que, si el deber es la realidad suprema, en ella puede hallar realidad el objeto de su sueño, porque la conciencia deber le dará, con la visión clara de lo bueno, la complacencia de lo hermoso.
En el alma del redentor, del misionero, del filántropo, debe exigirse también entendimiento de hermosura, hay necesidad de que colaboren ciertos elementos del genio del artista. Es inmensa la parte que corresponde al don de descubrir y revelar la íntima belleza de las ideas, en la eficacia de grandes revoluciones morales. Hablando de la más alta de todas, ha podido decir Renan profundamente que «la poesía del precepto, que le hace amar, significa más que el precepto mismo, tomado como verdad abstracta». La originalidad de la obra de Jesús no está, efectivamente, en la acepción literal de su doctrina, —puesto que ella puede reconstituirse toda entera sin salirse de la moral de la Sinagoga, buscándola desde el Deuteronomio hasta el Talmud,— sino en haber hecho sensible, con su prédica, la poesía del precepto, es decir, su belleza íntima.
Pálida gloria será la de las épocas y las comuniones que menosprecien esa relación estética de su vida o de su propaganda. El ascetismo cristiano, que no supo encarar más que una sola faz del ideal, excluyó de su concepto de la perfección todo lo que hace a la vida amable, delicada y hermosa; y su espíritu estrecho sirvió para que el instinto indomable de la libertad, volviendo en una de esas arrebatadas reacciones del espíritu humano, engendrase, en la Italia del Renacimiento, un tipo de civilización que consideró vanidad el bien moral y sólo creyó en la virtud de la apariencia fuerte y graciosa. El puritanismo, que persiguió toda belleza y toda selección intelectual; que veló indignado la casta desnudez de las estatuas; que profesó la afectación de la fealdad, en las maneras, en el traje, en los discursos; la secta triste que, imponiendo su espíritu desde el Parlamento inglés, mandó extinguir las fiestas que manifestasen alegría y segar los árboles que diesen flores, —tendió junto a la virtud, al divorciarla del sentimiento de lo bello, una sombra de muerte que aún no ha conjurado enteramente Inglaterra, y que dura en las menos amables manifestaciones de su religiosidad y sus costumbres. Macaulay declara preferir la grosera «caja de plomo» en que los puritanos guardaron el tesoro de la libertad, al primoroso cofre esculpido en que la corta de Carlos II hizo acopio de sus refinamientos. Pero como ni la libertad ni la virtud necesitan guardarse en caja de plomo, mucho más que todas las severidades de ascetas y de puritanos, valdrán siempre, para la educación de la humanidad, la gracia del ideal antiguo, la moral armoniosa de Platón, el movimiento pulcro y elegante con que la mano de Arenas tomó, para llevarla a los labios, la copa de la vida.
La perfección de la moralidad humana consistiría en infiltrar el espíritu de la caridad en los moldes de la elegancia griega. Y esta suave armonía ha tenido en el mundo una pasajera realización. Cuando la palabra del cristianismo naciente llegaba con San Pablo al seno de las colonias griegas de Macedonia, a Tesalónica y Filipos, y el Evangelio, aún puro, se difundía en el alma de aquellas sociedades finas y espirituales en las que el sello de la cultura helénica mantenía una encantadora espontaneidad de distinción, pudo creerse que los dos ideales más altos de la historia iban a enlazarse para siempre. En el estilo epistolar de San Pablo queda la huella de aquel momento en que la caridad se heleniza. Este dulce consorcio duró poco. La armonía y la serenidad de la concepción pagana de la vida se apartaron cada vez más de la idea nueva que marchaba entonces a la conquista del mundo. Pero para concebir la manera como podría señalarse al perfeccionamiento moral de la humanidad un paso adelante, sería necesario soñar que el ideal cristiano se reconcilia de nuevo con la serena y luminosa alegría de la antigüedad; imaginarse que el Evangelio se propaga otra vez en Tesalónica y Filipos.
Cultivar el buen gusto no significa sólo perfeccionar una forma exterior de la cultura, desenvolver una aptitud artística, cuidar, con exquisitez superflua, una elegancia de la civilización. El buen gusto es «una rienda firme del criterio». Martha ha podido atribuirle exactamente la significación de una segunda conciencia que nos orienta y nos devuelve a la luz cuando la primera se oscurece y vacila. El sentido delicado de la belleza es, para Bagehot, un aliado del tacto seguro de la vida y de la dignidad de las costumbres. «La educación del buen gusto —agrega el sabio pensador— se dirige a favorecer el ejercicio del buen sentido, que es nuestro principal punto de apoyo en la complejidad de la vida civilizada». Si algunas veces veis unida esa educación, en el espíritu de los individuos y las sociedades, al extravío del sentimiento o la moralidad, es porque en tales casos ha sido cultiva como fuerza aislada y exclusiva, imposibilitándose de ese modo el efecto de perfeccionamiento moral que ella puede ejercer dentro de un orden de cultura en el que ninguna facultad del espíritu sea desenvuelta prescindiendo de su relación con las otras. En el alma que haya sido objeto de una estimulación armónica y perfecta, la gracia íntima y la delicadeza del sentimiento de lo bello serán una misma cosa con la fuerza y la rectitud de la razón. No de otra manera observa Taine que, en las grandes obras de la arquitectura antigua, la belleza es una manifestación sensible de la solidez, la elegancia se identifica con la apariencia de la fuerza: «las mismas líneas del Panteón que halagan a la mirada con proporciones armoniosas, contentan a la inteligencia con promesas de eternidad».
Hay una relación orgánica, una natural y estrecha simpatía, que vincula a las subversiones del sentimiento y de la voluntad con las falsedades y las violencias del mal gusto. Si nos fuera dado penetrar en el misterioso laboratorio de las almas y se construyera la historia íntima de las del pasado para encontrar la fórmula de sus definitivos caracteres morales, sería un interesante objeto de estudio determinar la parte que corresponde, entre los factores de la refinada perversidad de Nerón, al germen de histrionismo monstruoso depositado en el alma de aquel cómico sangriento por la retórica afectada de Séneca. Cuando se evoca la oratoria de la Convención y el hábito de una abominable perversión retórica se ve aparecer por todas partes, como la piel felina del jacobinismo, es imposible dejar de relacionar, como los radios que parten de un mismo centro, como los accidentes de una misma insania, el extravío del gusto, el vértigo del sentido moral y la limitación fanática de la razón.
Indudablemente, ninguno más seguro entre los resultados de la estética que el que nos enseña a distinguir en la esfera de lo relativo, lo bueno y lo verdadero, de lo hermoso, y a aceptar la posibilidad de una belleza del mal y del error. Pero no se necesita desconocer esta verdad, definitivamente verdadera, para creer en el encadenamiento simpático de todos aquellos altos fines del alma, y considerar a cada uno de ellos como el punto de partida, no único, pero sí más seguro, de donde sea posible dirigirse al encuentro de los otros.
La idea de un superior acuerdo entre el buen gusto y el sentimiento oral es, pues, exacta, lo mismo en el espíritu de los individuos que en el espíritu de las sociedades. Por lo que respecta a estas últimas, esa relación podría tener su símbolo en la que Rosenkranz afirmaba existir entre la libertad y el orden moral, por una parte, y por la otra la belleza de las formas humanas como un resultado del desarrollo de las razas en el tiempo. Esa belleza típica refleja, para el pensamiento hegeliano, el efecto ennoblecedor de la libertad; la esclavitud afea al mismo tiempo que envilece; la conciencia de su armonioso desenvolvimiento imprime a las razas libres el sello exterior de la hermosura.
En el carácter de los pueblos, los dones derivados de un gusto fino, el dominio de las formas graciosas, la delicada aptitud de interesar, la virtud de hacer amables las ideas, se identifican, además, con el «genio de la propaganda», —es decir: con el don poderoso de la universalidad. Bien sabido es que, en mucha parte, a la posesión de aquellos atributos escogidos, debe referirse la significación humana que el espíritu francés acierta a comunicar cuanto elige y consagra. Las ideas adquieren alas potentes y veloces, no en el helado seno de la abstracción, sino en el luminoso y cálido ambiente de la forma. Su superioridad de difusión, su prevalencia a veces, dependen de que las Gracias las hayan bañado con su luz. Tal así, en las evoluciones de la vida, esas encantadoras exterioridades de la naturaleza, que parecen representar, exclusivamente, la dádiva de una caprichosa superfluidad, —la música, el pintado plumaje, de las aves: y, como reclamo para el insecto propagador del polen fecundo, el matiz de las flores, su perfume,— han desempeñado, entre los elementos de la concurrencia vital, una función realísima; puesto que significando una superioridad de motivos, una razón de preferencia para las atracciones del amor, han hecho prevalecer, dentro de cada especie, a los seres mejor dotados de hermosura sobre los menos ventajosamente dotados.
Para un espíritu en que exista el amor instintivo de lo bello, hay, sin duda, cierto género de mortificación, en resignarse a defenderle por medio de una serie de argumentos que se funden en otra razón, en otro principio, el mismo irresponsable y desinteresado amor de la belleza, en la que halla satisfacción uno de los impulsos fundamentales de la existencia racional. Infortunadamente, este motivo superior pierde su imperio sobre un inmenso número de hombres, a quienes es necesario enseñar el respeto debido a ese amor del cual no participan, revelándoles cuáles son las relaciones que lo vinculan a otros géneros de intereses humanos. Para ello, deberá lucharse muy a menudo con el concepto vulgar de estas relaciones. En efecto: todo lo que tienda a suavizar los contornos del carácter social y las costumbres; a aguzar el sentido de la belleza; a hacer del gusto una delicada impresionabilidad del espíritu y de la gracia una forma universal de la actividad, equivale, para el criterio de muchos devotos de lo severo o de lo útil, a menoscabar el temple varonil y heroico de las sociedades, por una parte, su capacidad utilitaria y positiva, por la otra. He leído en Los trabajadores del mar que, cuando un buque de vapor surcó por primera vez las ondas del canal de la Mancha, los campesinos de Jersey lo anatematizaban en nombre de una tradición popular que consideraba elementos irreconciliables y destinados fatídicamente a la discordia, el agua y el fuego. El criterio común abunda en la creencia de enemistades parecidas. Si os proponéis vulgarizar el respeto por lo hermoso, empezad por hacer comprender la posibilidad de un armónico concierto de todas las legítimas actividades humanas, y ésa será más fácil tarea que la de convertir directamente el amor de la hermosura, por ella misma, en atributo de la multitud. Para que la mayoría de los hombres no se sientan inclinados a expulsar a las golondrinas de la casa, siguiendo el consejo de Pitágoras, es necesario argumentarles, no con la gracia monástica del ave ni su leyenda de virtud, ¡sino con que la permanencia de sus nidos no es en manera alguna inconciliable con la seguridad de los tejados!
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