segunda-feira, 3 de março de 2008

LA HOMOSEXUALIDAD EN ROMA





Veyne, Paul, «La Homosexualidad en Roma», en: «Sexualidades Occidentales», Ph. Ariès, A. Béjin, M. Foucault y otros. Editorial Paidós, Buenos Aires, Argentina, 1987, pp. 51 – 64


LA HOMOSEXUALIDAD EN ROMA
Paul Veyne


Hacia finales de la antigüedad pagana, un filósofo ascético y místico, Plotino, se pronunciaba en el sentido de que los ver­daderos pensadores «desprecien la belleza de los jóvenes y de las mujeres».[1] La expresión amar a un muchacho o a una mu­jer, referida a un hombre, se repite hasta la saciedad en la pluma de los clásicos; daba igual amar a uno u otro, y se tenía la misma consideración hacia ambas formas del amor. Pero ello no quiere decir que los paganos vieran la homosexua­lidad con indulgencia; la verdad es que no la consideraron un problema específico; admitían o condenaban en cada cual la pasión amorosa (cuya legitimidad, en su opinión, era discuti­ble) y la libertad de costumbres.
Si censuraban la homofilia, lo hacían de la misma manera en que podían censurar el amor, las cortesanas y las relaciones extraconyugales, al menos mientras se tratase de homosexuali­dad activa. Establecían tres precisiones, en este sentido, que no tienen nada que ver con las que nosotros podamos hacer: según hubiese libertad amorosa o conyugalidad exclusiva, sexualidad activa o pasiva, o se tratase de un hombre libre o de un escla­vo; penetrar al esclavo era un acto inocente y ni siquiera los censores más severos se interesaban por una cuestión tan se-
cundaria;[2] por lo contrario, se consideraba una monstruosi­dad que un ciudadano experimentase placeres con pasividad servil.
Apuleyo califica de antinaturales ciertos placeres infames entre hombres;[3] no estigmatiza con ello el carácter homosexual de la relación, sino el servilismo que pueda comportar y la sofisticación de la misma. Pues, cuando un clásico califica a algo de antinatural, no pretende decir que sea monstruoso, sino que no se aviene con las convenciones sociales o, incluso, que se trata de algo falseado, artificial: la naturaleza era, para los clásicos, bien la sociedad, bien una especie de ideal ecológico que se orientaba hacia el dominio de uno mismo y la autosa-tisfacción; por tanto, era necesario atenerse a lo poco que la naturaleza exige en este sentido. De ahí que se dieran dos acti­tudes ante la homofilia: la mayoría, indulgente, la encontraba normal, y los moralistas políticos, a veces, la tenían por algo superfluo en la misma medida, por lo demás, que cualquier placer amoroso.
Un significativo representante de la mayoría indulgente, Artemidoro,[4] distingue las «relaciones conformes a las normas establecidas» (son sus propias palabras): con la propia espo­sa, con la amante y con «el esclavo, sea hombre o mujer»; sin embargo, «ser penetrado por su esclavo no es correcto: es un ultraje que indica desprecio por parte del esclavo». Por otra parte, las relaciones contrarias a las normas establecidas tienen carácter incestuoso. Las que son contrarias a la naturaleza com­prenden el bestialismo, la necrofilia y las uniones con las divi­nidades.
Por lo que se refiere a los pensadores políticos, resultan ser puritanos, porque para ellos toda pasión amorosa, homófila o no, es incontrolable y debilita al ciudadano-soldado. Su ideal

consistía en la victoria sobre el placer, cualquiera que fuese.[5] Platón diseñó las leyes rectoras de una ciudad utópica de la que proscribe la pederastia, que considera no conforme a la naturaleza, ya que los animales (según él cree) no se unen ja­más a los individuos de su propio sexo. Pero a poco que se relean sus textos[6] encontramos que la pederastia es condena­ble no tanto porque sea antinatural como por el hecho de que va más acá de lo que la propia naturaleza exige. La sodomiza-ción es una actitud demasiado libertina y poco natural. Platón milita contra la molicie y los arrebatos pasionales, no constitu­yendo la naturaleza sino un argumento suplementario. Su fina­lidad no es reconducir la pasión a su justa dimensión natural, no permitiendo amar más que a las mujeres, sino la supresión de cualquier pasión no autorizando más que la sexualidad re­productora (de hecho, la idea de que se pueda estar enamorado de una mujer no le rozó su espíritu». No era otro el razonamien­to que lo llevó a condenar, incluso, la gastronomía en lo que contribuía a debilitar el carácter: la naturaleza, decía, nos enseña a través de los animales que es necesario comer para vivir y no vivir para comer. Ahora bien, lo que hay de antina­tural en la pederastia no es tanto el error en la elección del sexo de la pareja, como la artificiosidad en el placer: la pederastia no constituye para el propio Platón una aberración digna de la hoguera, sino un acto abusivo, por las «posturas» adopta­das en la relación. Queda, pues, prohibida, pero en la misma medida en que lo queda la relación con cualquier mujer que no sea la legítima esposa.
No basta con que en los textos aparezcan las palabras con­tra natura: es necesario también entenderlas en el sentido que se les daba en la Antigüedad. Para Platón, la homosexualidad en sí no era antinatural, sino las actitudes por medio de las que se realizaba. Esa matización es digna de tenerse en cuenta: un
pederasta no era un monstruo, perteneciente a una raza de hom­bres con pulsiones incomprensibles, era simplemente un liber-tino movido por el instinto universal del placer, que lo in­ducía a cometer un acto, el de la sodomía, que no existe entre los animales. Sobre el pederasta no pesaba execración alguna.
Igualmente, la homofilia activa está presente a todo lo lar­go de los textos de griegos y de romanos. Así, Cátulo se vana-gloria de sus proezas, y Cicerón ha ensalzado los besos que le daba en los labios su esclavo-secretario.[7] Según su gusto, cada cual optaba por los jóvenes o por las mujeres, o por ambos; de este modo, Virgilio sentía atracción exclusivamente por los jóvenes;[8] el emperador Claudio, por las mujeres; Horacio re­pite varias veces que adora los dos sexos. Por su parte, los poe­tas ensalzaron al favorito del temible emperador Domiciano con la misma libertad con que los escritores del siglo xviii celebra­ban a la Pompadour; y se sabe, además, que Antinoo, favorito del emperador Adriano, recibió, a menudo, culto oficial después de su muerte precoz.[9] Para satisfacer a su público, los poetas latinos, cualesquiera que fuesen sus gustos personales, exal­taban ambas formas del amor; uno de los temas frecuentes en la literatura popular consistía en establecer los paralelismos entre ambas expresiones del amor y comparar sus respectivas excelencias.[10] En esa sociedad en la que los censores más se-veros no veían en la sodomía más que un acto libertino la ho-mofilia activa no se ocultaba y los que se dedicaban a los jóvenes eran tan numerosos como los que gustaban de las mujeres; lo que dice mucho de lo poco… natural que es la naturaleza de la sexualidad humana
Un autor clásico se permite alusiones a la homofilia en la misma medida en que se permite hacer bromas en general. No
cabe distinción, en este sentido, entre autores griegos y latinos; y lo que se llama amor griego puede legítimamente también lla­marse amor romano. ¿Hay que pensar que Roma aprendió esta forma del amor de los griegos, que fueron sus maestros en tantos aspectos? Si respondemos afirmativamente, estaremos afirman­ do que la homofilia es una perversión tan rara que un pueblo sólo puede haberla adquirido aprendiéndola de los malos ejem­ plos que le haya dado otro pueblo; si, por el contrario, resulta que la pederastia en Roma es autóctona, habrá que concluir que lo asombroso no es que una sociedad conozca la homofilia, sino que la ignore: lo que hay que explicar no es la tolerancia roma­na, sino la intolerancia actual.
De cualquier modo, la segunda respuesta es la correcta: Roma no tuvo que esperar la helenización para ser indulgente con ciertas formas del amor masculino. La joya más antigua que hemos conservado de las letras latinas, el teatro de Plau-to, que es inmediatamente anterior a la introducción de la greco-manía, está llena de alusiones homofílicas muy del gusto ro­mano; la manera habitual de provocar a un esclavo es la de re­cordarle las habilidades que espera su amo de él, para lo cual ha de ponerse en cuatro patas. En el calendario romano del estado que se denomina Fastos de Preneste, el 25 de abril es la fiesta de los prostitutos masculinos, al día siguiente de la fiesta de las cortesanas, y Plauto nos habla de los prostitutos que esperan a sus clientes en la vía Toscana.[11] Las poesías de Cátulo^a su vez, están llenas de injurias rituales en las que el poeta amenaza a sus enemigos con penetrarlos para marcar su triunfo sobre ellos ;nos hallamos en un mundo de bravucone­rías folclóricas de gusto característicamente mediterráneo,
donde lo importante es ser el que penetra: por lo demás, im­porta poco el sexo de la víctima. Grecia tenía exactamente los mismos principios: pero además, toleraba e incluso admiraba una práctica sentimental que a los latinos causaba-pavor: la indulgencia hacia el amor pretendidamente platónico de los adultos por los efebos de estirpe libre que frecuentaban las escuelas y, sobre todo, los gimnasios, adonde iban sus amantes a verlos realizar desnudos sus ejercicios. En Roma, el efebo de condición libre había sido sustituido por el es-clavo que hacía las veces de favorito. Lo que demostraba que el amo tenía una sexualidad desbordante y que se sentía de tal modo arrastrado por el sexo que sus propios sirvientes ya no le bastaban:[12] tenía que sodomizar también a sus esclavos más jóvenes, yendo más allá de los límites naturales. Ante lo cual las personas honestas sonreían con indulgencia.
Lo único importante era respetar a las mujeres casadas, a las vírgenes y a los adolescentes de origen libre: en realidad, la pretendida represión legal de la homosexualidad iba encamina­da a evitar que un ciudadano fuese penetrado como si se tra­tase de un esclavo. La ley Scantinia, que data del año 149 a. C., viene a ser sancionada por la verdadera legislación de este tema en época augústea: protege al adolescente de condición libre en la misma medida en que lo hace con la virgen de origen libre. Como se ve, el sexo no cuenta para nada. Lo que cuenta es no ser esclavo, no ser pasivo. De ningún modo el legislador alienta el deseo de impedir la homofilia, tan sólo pretende de­fender de los abusos al joven ciudadano.
Estamos, pues, en un mundo en el que en los contratos que fijaban la dote del matrimonio se especificaba que el fu­turo esposo se comprometía a no tener «ni concubina ni favo­rito» y en el que Marco Aurelio se congratulaba, en su Diario, de haber resistido la atracción que experimentaba por su cria­do Teodotos y por su sirvienta Benedicta; en un mundo, en fin, en el que no se encasillaba el comportamiento amoroso

según el sexo al que este amor se dirigiera, mujeres o mucha­chos, sino en relación al papel activo o pasivo que adoptara el ciudadano: ser activo es actuar como un macho, cualquiera que sea el sexo del partenaire que adopta el papel pasivo en la relación sexual. Toda la cuestión se reduce a obtener viril-mente placer, o a darlo servilmente. En este sentido, la mujer se presenta como pasiva por definición, a menos que sea un monstruo, y en la cuestión sexual su opinión no cuenta: los problemas se abordan desde el punto de vista estrictamente masculino. Tampoco los niños cuentan mucho más, con la única condición de que el adulto no se someta a ellos para dar­les placer, y se limite, por el contrario, a obtener placer de ellos; esos niños, en Roma, son los esclavos que no cuentan para nada y, en Grecia, efebos que aún no han alcanzado la con­dición de ciudadanos, por lo que pueden mantener una actitud pasiva sin que ello les acarree el deshonor.
Así, el varón adulto y libre que era homófilo pasivo o, como se solía decir, impudicus (tal es el sentido desconocido de este término) o diatithemenos, se hacía acreedor del desprecio más absoluto. Por otro lado, algunos maliciosos sospechaban que algunos estoicos camuflaban bajo una exagerada afectación de virilidad una feminidad inconfesable, y creo que entre estos últimos incluían a Séneca, que prefería los atletas a los jóvenes.[13] Del ejército se expulsaba a quienes eran homófilos pasivos, y se sabe que el emperador Claudio, un día que había ordenado decapitar[14] a brazo partido, dejó con vida a un impúdico que «gozaba como una mujer»; un sujeto de esa calaña habría man­cillado la espada del verdugo.
Ahora bien, el rechazo de la homofilia pasiva no obedece a la homofilia propiamente dicha, sino a su carácter pasivo, que pone de manifiesto una tacha moral o, más bien, política que era

sumamente grave: la debilidad de carácter. El individuo pasivo no era débil a causa de su desviación sexual, sino al contrario: su pasividad no era más que la consecuencia de su falta de virilidad, y esta deficiencia continuaría siendo un .gra­vísimo vicio aun sin que hubiese inclinación homófila alguna. Es ésta, pues, una sociedad que no perdía el tiempo en pre­guntarse si la gente era o no homosexual; más bien al contrario era una sociedad que prestaba una desmesurada atención a los más mínimos detalles de la toilette, de la pronunciación, de los gestos, de la forma de caminar, que castigaba con su des­precio a quienes delatasen en ello fallas en su virilidad, cuales­quiera que fuesen sus gustos sexuales. El Estado romano pro­hibió en varias ocasiones los espectáculos de ópera (que se denominaban «pantomima») porque eran muestras de relajo y poco viriles, a diferencia de los espectáculos de gladiadores. Todo ello viene a explicar una segunda y sorprendente ob­sesión de la sociedad romana: existía una conducta sexual que era totalmente vergonzosa hasta el punto de que la gente se pasaba el día hablando de «ello»; tal comportamiento ocupaba entre los maledicentes el mismo lugar que en nuestros can­tantes la «pajera»; se trataba de la felación, ya que es preciso llamar a las cosas por su nombre: el historiador está obligado a abordarla, puesto que aparece una y otra vez en los textos latinos y griegos y, también, porque su oficio consiste en dar a la sociedad que es su propia sociedad el sentimiento de la rela­tividad de los valores. La felación era la suprema injuria y se citan[15] casos de «feladores» vergonzantes que pretendían, o lo intentaban al menos, escamotear su infamia ¡bajo la menor vergüenza que suponía hacerse pasar por homófilos pasivos! En un texto de Tácito se describe una escena espantosa: Nerón hace que sometan a tormento a una esclava de su mujer Octavia para obligarle a confesar que la emperatriz era adúltera; la esclava resiste todos los suplicios para salvar el honor de su dueña y responde al inquisidor: «La vagina de Octavia está

más limpia que tu boca.» Si pensáramos que lo que quiere decir es que nada más indigno que la boca de un calumniador, nos equivocaríamos: quiere decir que su interrogador es un monstruo infame y lo expresa de forma concreta en el acto que representa el paroxismo de la infamia: la felación. Por eso aparece representada con mil colores fantasmagóricos como los que pintan nuestros racistas actuales; Apuleyo y Suetonio muestran a bandidos o a Nerón precipitándose hacia la fela-ción, de la misma manera en que alguien se regodea en la per­versidad de actos cuyo único placer es la infamia misma. De hecho, ¿no es la felación el colmo de la abyección? La felación obtiene placer pasivamente, dándolo al otro y no niega al otro la posesión servil de ninguna parte del cuerpo; el sexo es lo de menos: pues aún había un acto no menos infame que los obsesionaba tanto como la felacion: el cunnilingus... Estamos en las antípodas de la cultura japonesa, en la que la gloria y las delicias del samurai libertino consistían en proporcionar, fuera como fuese, el máximo placer a las mujeres.
Pero ¿de dónde proviene esta extraña cartografía de pla­ceres e infamias? Al menos existen tres causas que es necesa­rio no confundir, Roma es una sociedad «machista», como otras muchas, hayan conocido o no la esclavitud; la m,ujer está al servicio del hombre, espera su deseo y goza si puede, aun­que a menudo ese placer femenino era moralmente sospechoso (si bien, contra toda evidencia, se consideraba a las prostitutas movidas únicamente por el placer). Por consiguiente el «vi-rilismo» viene á ser nada más que la parte visible del iceberg político de las sociedades antiguas. Recurramos, pues, a la ana-logía para abreviar, y evoquemos la aversión hacia la laxitud existente en los grupos militaristas o, incluso, en las socieda­des de pioneros que se desenvuelven en un medio hostil. De hecho, Roma es una sociedad esclavista en la que el amo ejer­ce el derecho de pernada, si bien los esclavos habían hecho de tripas corazón expresándolo en un proverbio: «No hay ver­güenza alguna en hacer aquello que el amo ordena.»
Sociedad esclavista, pues: antes que estoicos y cristianos

afirmen que la moral sexual ha de ser la misma para todos (más para imponer la castidad a los amos que para proteger a los esclavos), la moral romana se acomodaba según el status social; «La impudicia (o sea, la pasividad) es una infamia para un hombre libre», escribe Séneca el Viejo; «para el escla­vo, constituye el más absoluto deber hacia su amo; para el liberto, representa un deber moral de gratitud».
Igualmente, la homofilia contaba con todas las indulgencias, siempre que se tratase de relaciones activas de un amo con su joven esclavo, con su favorito. Por su parte, un noble romano tiene una esposa (a la que trata con solicitud, pues de divor­ciarse habría de devolverle su dote), esclavas que cuando es conveniente se convierten en sus concubinas, unos vástagos (a los que procura ver poco, para no fomentar la blandenguería: son los criados quienes crían con rectitud a sus futuros dueños; o los cría el abuelo); también tiene un joven esclavo, un alum-nus, sobre el que proyecta sus instintos paternales, en caso de que los tuviera, y que a menudo era un hijo tenido con una es­clava (pero estaba terminantemente prohibido que tal hecho se explicitase, incluso por parte del padre mismo). Después, cuenta con un favorito, o con toda una pléyade de ellos; la Se­ñora siente celos, el Señor se defiende diciendo que nada malo hace con ellos, nadie se engaña, pero nadie tiene derecho a po­ner de manifiesto la más mínima sospecha. La Señora no se siente a gusto hasta el día en que el favorito comienza a tener bigote: era la edad a la que las convenciones sociales exigían que el amo dejase de infligir a su favorito un trato indigno de un varón. Algunos amos, sin embargo, llevaban su libertinaje hasta el punto de continuar con esas relaciones: así, del favo­rito que contaba con una cierta edad se decía que era un exole-tus, lo que quería decir que no era ya un ad-olescens, y la gente honesta lo encontraba repugnante; Séneca, que quiere que se siga en todo a la naturaleza, se indigna de que algunos libertinos pretendan depilar a su favorito una vez que la edad natural de los escarceos amorosos se le ha pasado.
Sería erróneo mirar a la Antigüedad como el paraíso de la
no-represión o imaginar que no tenía principios en este sentido; simplemente ocurre que sus principios nos resultan sorprenden­tes, lo que debería llevarnos a sospechar que nuestras más fir­mes convicciones no valen más que las de ellos. Ahora bien, ¿había que ocultar la homofilia? ¿O, más bien, estaba permi­tida? Precisemos. Existían uniones ilegítimas, pero moralmente admitidas, como el adulterio en nuestras sociedades bienpen-santes o, aun más recientemente, el amor libre. En tales casos la regla es la siguiente: la literatura puede hablar de ello sin censurarlo, pero los interesados, en lo que se refiere a su caso personal, deben tener la discreción de no confesarlo: todos apa-rentarán ignorarlo. Pues bien, ese mismo era el tratamiento que Roma daba a las relaciones con los favoritos y Grecia, a las relaciones con los-efebos.
Igualmente, otras muchas formas de relaciones eran desde el punto de vista moral tan sospechosas como ilegítimas, aun­que no por ello dejaban de ser frecuentes. La mayor parte de las formas de homofilia se consideraban como dignas de cen­sura, pero no según nuestra moral. Así, una sensación de re­pugnancia recaía sobre las relaciones con los exoleti, los teje­manejes entre hombres, las relaciones sexuales que sólo eran toleradas en el mundo cerrado del ejército (hubo que esperar a Salvieno y a la época de las grandes invasiones para tener conocimiento de ellas) y, por último, la prostitución de los ado­lescentes de buena familia. Por otro lado, decir prostitución es mucho decir; pues, en Roma, a los instrumentos sexuales, ya se tratase de muchachos o de mujeres, se los consideraba hasta tal extremo meros instrumentos pasivos que se ofrecía dinero sin ningún recato incluso a los niños, y si a una honesta ma­trona o a un joven decente se les ofrecía una cantidad por sus favores, no debían inferir que se los considerase como pros-titutos; en Roma, cortejar consistía en ofrecer una suma de dinero. Y un verdadero problema para los padres de los alum­nos de entonces era encontrar una escuela en donde la recta formación de sus hijos estuviese a salvo de las tentaciones; el

maestro Quintiliano, para atraer a sus clientes, manifestaba en sus escritos un verdadero horror por los amores efébicos.
Había, pues, relaciones ilegítimas, inmorales y, además, in­fames. Eran mucho más que un mero acto punible que había salido de su autor: el horror del acto remontaba hasta el autor mismo y probaba que, por haber hecho una cosa así, se trataba de alguien necesariamente monstruoso. Entonces se pasaba de la condena moral a un rechazo que nosotros calificaríamos de tipo discriminatorio. Éste era el tratamiento para la pasi­vidad entre los hombres libres, las satisfacciones infames para las mujeres, el cunnilingus, y, por último, la homofilia feme­nina, sobre todo cuando adopta el papel del amante activo; una mujer que adopta la actitud de un hombre es el mundo invertido. En ese sentido, es el mismo horror que se experi­menta hacia las mujeres que «cabalgan» sobre los hombres, como dice Séneca.
Todo lo cual llevaba a una visión de la homofilia que no era menos mítica de la que nosotros podemos tener, aunque sí diferente. Tal visión consistía en reducir todas las formas de la homofilia a un caso típico: la relación del adulto con el adolescente en la que el goce es sólo privativo del primero. Se pensaba que éste era el caso general, porque esta relación acti­va y carente de laxitud tranquilizaba el espíritu, puesto que en ella estaban ausentes los arrebatos y la servidumbre de la pa­sión; «Deseo que mis enemigos amen a las mujeres y mis amigos a los jóvenes», escribía el poeta Propercio en un día de amar­gura, pues «la pederastia es el río apacible y sin zozobra: ¿qué mal temer de tan reducido espacio?»[16] La homofilia romana, con todas sus rarezas, sus desconcertantes encorsetamientos, es consecuencia de un puritanismo de raíces políticas. Sólo un irresponsable, como Ovidio, elogia a las mujeres contando que el encanto de la heterosexualidad radica en el placer de la pa­reja, mientras que los muchachos nunca experimentan placer alguno.

Es posible que el lector se pregunte, para terminar, qué es lo que ha hecho que la homofilia haya estado tan extendida; ¿cabe pensar que una particularidad de la sociedad antigua, como es, por ejemplo, el desprecio de la mujer, contribuyese a multiplicar artificialmente el número de homófilos o, acaso, que una forma de represión diferente, pero de menor intensi­dad, daba rienda suelta a la manifestación de una homofilia que se podría considerar como el estado normal de la sexuali­dad humana? Sin lugar a dudas, es la segunda la respuesta más acertada. En este punto es necesario que seamos claros, aun a riesgo de provocar sorpresas.Cohabitar con un hombre, preferir los muchachos a las mujeres, es una cosa: es una cues­tión de carácter, del complejo de Edipo y de todo lo que se quiera, y no es seguramente el caso más frecuente, ni tampoco un hecho irrelevante. Sin embargo, casi todo el mundo puede tener relaciones físicas con individuos de su propio sexo, y hay que añadir que placenteras; al menos experimentando el mismo placer que en la relación con el otro sexo; si bien la mayor sorpresa que experimenta un heterosexual que prueba una relación homosexual es la de constatar que no hay dife­rencia alguna entre ambas y que la aventura es decepcionan­te Durante el verano de 1979 se han oído, en este sentido, testimonios clarificadores durante el congreso internacional del movimiento homófilo «Arcadia». Aclaremos, no obstante, que los heterosexuales que hacían esta constatación nunca habían pensado en mantener relaciones con un joven, ni tenían frus-tración alguna a este respecto, ni siquiera se imaginaban tal eventualidad y suponían que, si se aventuraban a ello, les dis­gustaría. Pero no fue una experiencia desagradable y todo fun­cionó bien. Todo, salvo que se reafirmaron en su heterosexua-lidad: no repitieron la experiencia, pues, para su gusto, las mu­jeres les resultaban más interesantes a largo plazo y, en nues­tra sociedad, era más fácil tener relaciones con ellas.
A la luz de esto se aclaran las cosas. Supongamos una so­ciedad en la que las relaciones homosexuales sean toleradas, en la que los jóvenes no eviten tales relaciones y los amantes

no se vean perturbados cuando se cortejan; una sociedad, en fin, en la que el matrimonio no ocupe el lugar central que ocupa en la nuestra y en la que exista una clara separación entre las relaciones superficiales o pasionales, por un lado, y las serias, por otro; es decir, las relaciones conyugales: en la Roma de antaño y aun en el Japón de nuestros días, tenemos dos ejem­plos de tal sociedad. Por supuesto, en éstas habrá una mino­ría considerable que tendrá una inclinación exclusiva hacia las relaciones con jóvenes; pero la mayoría misma tendrá cierto aprecio por las relaciones amorosas masculinas ocasionales, abiertas a todos, ya que en esa sociedad los amores superficia­les serían admitidos y nadie se vería perturbado por entregar­se a ellos debido a las cortapisas sociales. Los hombres no son animales y el amor físico no se encuentra en ellos dominado por la distinción de sexos: como decía Élisabeth Mathiot-Ravel, los comportamientos sexuales no tienen sexo.

Paul Veyne París, Collège de France


BIBLIOGRAFÍA

Mientras esperamos el importante libro de Michel Foucault sobre los Aphrodisia, que aparecerá en la primavera de 1983 en las Éditions du Seuil, es oportuno consultar el primer capítulo del libro de John Boswell, Christianity, Social Tolerance and Homosexuality, Chicago, 1980. Respecto a la homosexualidad griega, el estudio fundamental es el de K. J. Dover, Greek Homosexuality, Londres, 1978; otros muchos textos han sido útil y cuidadosamente recopilados por F. Buffière, La Pédérastie dans la Gréce antique, París, Éditions Guillaume Budé, 1980. Aún no he podido leer la tesis del tercer ciclo de F. Gonfroy, Un fait de civilisation méconnu: l'homosexualité masculine á Rome, Poitiers, 1972, de la que tengo referencias a través de Georges Fabre, Libertus: patrons et affranchis à Rome, 1981, págs. 258 y sigs.
[1] Plotino; Enneadas, II, 9, 17
[2] Véase, no obstante, Musonio, XII, 6-7; véase también, Quintiliano, V, 11, 34.
[3] Apuleyo, Metamorfosis, VIII, 29
[4] Onirocritique, págs. 88-89 Pack
[5] Véase Platón, Leyes, 840 C
[6] Leyes, 636 B-D y 836 B ss.; véase El Banquete, 211 B, 219 CD; Fedro, 249 A; La República, 403 B.
[7] Cicerón, citado por Plinio el Joven, VII, 4, 3-6.
[8] Según las Vitae vergilianae
[9] Según su biografía escrita por Suetonio.
[10] Véase la sorprendente Comparación de los amores de Luciano o del seudo-Luciano
[11] Plauto, Curculio, 482; por lo que se refiere a los comporta­mientos pasivos en la relación sexual (puerile officium), véase Ciste-llaria, 657, y otros muchos textos. Acerca de la sexualidad pasiva, es fundamental la consulta del estudio de R. Martin, La vida sexual de los esclavos, incluido en la obra de J. Collard et alii: Varron, Grammaire antique et Stylistique latine, París, 1978, págs. 113 y sigs.
[12] Séneca, Cuestiones morales naturales, I, 16; Petronio, XLIII, 8.
[13] Dion, Cassius, LXI, 10, 3-4. Por lo que se refiere a la laxitud secreta de los estoicos, además de Marcial y Juvenal, véase también, Quintiliano, I, 15.
[14] Según Tácito, con motivo del proceso a los amantes de Me-salina.
[15] Según Marcial.
[16] Propercio, II, 4,

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